
Es lo que tienen los grandes autores de un arte que, hagan lo que hagan, siempre cuentan con ciertos detalles e ideas muy innovadoras y muy aprovechables. La garantía de aportar siempre algo inspirador, motivador, evocador, en esa sana costumbre que tiene este maestro de regalarnos una película por año.
Y, al tratarse de un guión guardado en el ropero desde los setenta, se puede proclamar el retorno de Allan Stewart Konigsberg en su estado más puro, el Woody de sus alter egos de siempre. Ya de vuelta tras su garbeo europeo, tras su trilogía londinense, sus 'Barcelonas y Oviedo flamencos'. Una vuelta a su neurótica verborrea incontenible que le dio la fama. Enfrascado esta vez en el actor Larry David en un papel a medio camino pretendido entre House, el Melvin de 'Mejor imposible', sus personajes clásicos de la gran ‘Manhattan’ y demás obras por las que pasó a la memoria colectiva. Una idealización de su propio envejecimiento con el que vuelve al alarde de las facultades intelectuales, al deseo sexual incontenible, a los escarceos con jovencitas a las que pretende fascinar con su bamboleo neuronal, etc, etc.
También vuelve a ser un puro encontronazo entre las dos caras de Norteamérica. Y un poco más concretamente entre el Nueva York cosmopolita y multicultural contra el obcecamiento rural y mental del resto. Un poco asoma el Allen que reniega del resto de su nación por el exceso de incultura, inquietud y raciocinio (y de razón del primero al oponerse) de sus propios compatriotas. Es una autobofetada yanqui. Porque Allen no deja de ser un judío puramente norteamericano, pese a sus orígenes familiares austríacos; ya que si bien posee más inquietudes culturales, y un loable intento por alejarse de Disneylandias y otras huidas histéricas del dolor y la tragedia humana de sus vecinos; sigue teniendo esa neurosis, complejos e hipocondría tan propios de su cultura como las taras aquellas que tanto denuncia.
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Pero también vuelve, y es una auténtica delicia, el humor afilado y enunciado sin ánimo de provocar carcajadas fáciles y sí sonrisas astutas. Vuelven golpes como aquel genial diálogo inolvidable de antaño: ‘-Cariño, estoy embarazada- Anda, no exageres-‘; que se lanzan al espectador casi con inercia, como quien dice cualquier otra cosa y que al momento despierta chispas de estar asistiendo a otra auténtica genialidad tan característica del orfebre neoyorkino. Aquí vuelven los argumentos tan incontestables como aquel de que debían darse licencias para tener hijos, al igual que existen para conducir o realizar obras, asuntos sin duda de menor trascendencia. O la homosexualidad de dios, al resultar ser un efectivo decorador en su despliegue de la naturaleza.
Vuelven los torpes intentos de suicidio, los diálogos con el espectador directamente a cámara, el pesimismo de una sociedad brutal y estúpida, la reflexión desmoralizadora sobre el individuo como tal.
En muchos momentos, una auténtica maravilla.
Vuelve el mito, con toda la fuerza de entonces.