
Se trata de un restaurante sin pretensiones que tiene como gran reclamo una terraza muy concurrida, desde la que se puede observar toda la flora y fauna de este animado y pintoresco barrio de la ciudad. Tras dos intentos fallidos, finalmente pude reservar una de sus deseadas mesas pero con la mala suerte de resultar uno de los días con más viento del calendario lo que restó encanto a la velada. Y es que la terraza es “a pelo”, en plena calle, nada de protección de ningún tipo y si sopla el viento, pues no te puedes esconder. Ahora bien, en cuanto a la comida, el local sí sumó puntos. Apuesta por cocina marinera con tapas de marisco del día –muy ricas las mini-navajas, con un buen gusto a mar-, arroces y pescado fresco, pero presentados “a su manera”, como diría el bueno de Sinatra.

Por ejemplo, no esperes encontrar aquí la clásica paella. Su versión de este popular plato marinero es el arroz del chef que lleva gambas, calamares, verduras y setas y, lo mejor, tiene un acabado ahumado muy peculiar que le deja un gusto delicioso. Lo compartí con mi padre –es mínimo para dos personas- y ambos estuvimos satisfechos con nuestra elección, mientras que el pescado de mi madre también era muy fino al paladar, otro acierto.

Lo que ya no nos gustó tanto es el largo interludio entre las mininavajas de entrante y el carpaccio de pulpo –un poco duro pero muy bien presentado- que seguía, a lo que faltaron unos berberechos que el chef decidió no servir por no encontrarles suficientemente buenos. Un detalle de honestidad que apreciamos en la mesa como también que nos invitaran a una tapa de mejillones por la larga espera. Este comportamiento diligente para con el cliente se agradece, y mucho, y refleja que se trata de un negocio familiar en el que tratan de hacerlo lo mejor posible. Está decidido: Tengo que volver un día sin viento para poder centrarme al 100% en la comida, y en las vistas.
Créditos: Fotos 1 & 3 por Flickr/encantadisimo; Foto 2 por A. Alcañiz
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